José Luis Palacios

 No sabía gran cosa de Costa de Marfil, antes de tomar un café con José Vicente, misionero amigoniano desplazado a Abdiyán, sede del gobierno del citado país del África Occidental. Si acaso, recordaba vagamente su selección de fútbol y una película de Leonardo DiCaprio sobre el tráfico de diamantes.

 La wikipedia me confirma los triunfos en los campeonatos africanos (dos copas y dos subcampeonatos), y un portal de cine me aclara que el film de la estrella de Hollywood se centraba en Sierra Leona, otro país del África Tropical, próximo, eso sí, al que vio nacer a los futbolistas Drogbá y Yayá Touré.

 Junto con otros padres de alumnos del colegio, había ido a encontrarme con el religioso. La cita fue más una tertulia alrededor del café, adornado con los murales escolares sobre el continente africano y la pantalla del proyector donde pasaban imágenes de la misión amigoniana, que una conferencia magistral.

 Como aspirante a buen padre que se preocupa por la educación de sus hijos, pregunté por lo que les había contado a los alumnos durante la semana. Mis hijos ya me habían puesto sobre aviso: “Hay niños en África que no pueden ir al colegio porque nadie les lleva …”, había comentado con la inocencia y sinceridad propia de su edad, el pequeño de cinco años.

 No le iba a resultar fácil al bueno de José Vicente superar aquello. Para eso, se había traído una colección muy completa de imágenes de la misión amigoniana y contaba con 13 años de experiencia sobre el terreno. Lejos de abrumarnos con cifras o estremecernos con los graves, y muy extendidos, problemas del país, respondía a las preguntas de los padres, madres, profesores y educadores que nos habíamos congregado en la sala de audiovisuales, con toda normalidad y paciencia.

 Lo curioso es que no hablaba de un país remoto, perdido y olvidado, sino de una sociedad que le recordaba a la nuestra, solo que medio siglo o siglo y medio atrás. “El sistema judicial de menores es como era el nuestro hace 125 años, cuando se fundó la congregación amigoniana”, dice en un momento de la conversación. En otra ocasión explica: “la familia allí se parece a la que había antes aquí, cuando abuelos, padres, hijos y demás familiares convivían siempre juntos”. Con sus ventajas, todos cuidad de todos y sus inconvenientes, nadie se responsabiliza del todo de cada niño o niña.

 Curiosamente, supongo que por puro sentido pedagógico, aclara que los menores con problemas con los que trabajan son más obedientes y están más motivados que los chavales de familias acomodadas de nuestro país. “Ven que lo que hacemos por ello lo hacemos sin esperar contrapartida y que les sirve para ser independientes y encontrar su propio camino”, matiza.

 Efectivamente, por lo que cuenta, el centro de jóvenes del barrio de Lokao, “nuestra aldea” que dice José Vicente, de la ciudad de Abdayán, ayuda a chavales oficialmente calificados como “en riesgo de abandono, orfandad, maltrato o explotación”(”de la calle”, “a un paso de la cárcel” o “víctimas de la esclavitud” que se dice coloquialmente).

 Rara es la oportunidad que se abre a los jóvenes de 13 a 21 años en un país con una administración débil y poco profesional y una sociedad donde las mujeres, principales sostenes de sus hogares y responsables de la crianza de sus hijos, con frecuencia son repudiadas, a pesar de contar con un gobierno plenamente democrático.

 Voluntarios y profesionales se afanan por enseñarles un oficio. Esa es la concreción más palpable de su labor, aunque la hora diaria para obtener el certificado de estudios primarios y, sobre todo, la transmisión de hábitos como la puntualidad, el esfuerzo o el trabajo en equipo, junto con la implicación de las familias, sea igual o más importante.

 Padres y profesores le preguntamos lo que se nos iba ocurriendo. Inevitablemente salió la necesidad de recaudar fondos para mantener viva la misión. Como buen fraile, asaltó la cuestión como es fácil de imaginar. Como gran experto en la cuestión, se muestra más que dispuesto a entablar correspondencia epistolar entre los alumnos de allí y de aquí, e incluso, si el suministro de electricidad y de datos lo permite, mantener alguna que otra videoconferencia para mostrar el uso del dinero donado.

 Un café más que bien aprovechado, que no puedo por menos que agradecer. Por su testimonio de solidaridad y entrega, pero también de fidelidad al espíritu amigoniano. Ese carisma que a quienes se siente tocados de verdad por él, les lleva, en vez de a descartar a los menores y jóvenes con más necesidades de atención, a encontrar, incluso en las situaciones más difíciles, la manera de acompañarlos para que un buen día puedan encontrar sus propios caminos. 

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